
El Apocalipsis, el camino y el triunfo de la palabra sobre la nada
Edgar Cherubini Lecuna
El término distopía se popularizó en la década de 1950, en un contexto marcado por la Guerra Fría, el miedo a un conflicto nuclear y en especial con el éxito editorial de 1984 de George Orwell. “Distópico”, se refiere a un entorno “sombrío”, “en decadencia”, “aterrador” o “autoritario”, ha sido un uso común desde mediados del siglo XX.[1]
Varios pasajes de la novela El Camino (Cormac McCarthy, The Road, Vintage International Edition, 2006), una distopia conmovedora, coincide con pasajes del Apocalipsis de Isaías[2] (siglo VIII a. C). El profeta, en su visión, describe una devastación casi total de la tierra, “ciudades arruinadas, habitantes quemados, pocos hombres que aún subsisten y unos pocos que son redimidos”. En la novela El Camino, galardonada con el Premio Pulitzer 2006, un padre y su hijo, personajes principales de esta historia, avanzan a través de un paisaje arrasado, quemado y casi vacío de un mundo que languidece por un cataclismo nuclear que ha devastado el mundo.
El Camino es una historia apocalíptica que espanta por su cercana posibilidad en el presente cuando observamos a unos psicópatas amenazando al mundo con sus armas nucleares. A la vez nos descubre la belleza de los sentimientos, la compasión y el inmenso amor de un padre por su hijo en quien ha puesto la esperanza del mundo que habrá de reconstruir de otra manera, para no repetir el desastre.
Es la narración de un apocalipsis posatómico, un libro que combina una gran crudeza con párrafos maravillosos. El padre y su hijo viajan desde el norte hacia el sur de los Estados Unidos tras una explosión atómica que cambia el mundo para siempre: “los relojes se detuvieron a la 1:17. Un largo rayo de luz y luego una serie de pequeñas sacudidas”. En la historia, tras dar a luz al niño, la esposa del hombre, presa de la desesperanza de haber parido a su hijo en un mundo destruido, se suicida. Desde entonces, el hombre se hace cargo del niño y cuando ya puede valerse por sí mismo emprende con él una travesía plena de acechanzas, comiendo lo que pueden rescatar de la devastación, en la que los sobrevivientes se han convertido en caníbales despiadados. Sus viajes son limitados por días sin sol, “ciegos e impenetrables. Una oscuridad que te lastima los oídos al escuchar… Sin otro sonido que el viento entre los árboles desnudos y ennegrecidos”.
“En este camino” – dice el padre -, “no hay hombres de Dios. Se han ido y se han llevado el mundo consigo, pero yo resisto. ¿En qué se diferencia lo que nunca será de lo que nunca fue?”. El padre utiliza sus habilidades de supervivencia para mantenerse a salvo.
-Papá, ¿tu olvidas cosas?
-Si. Olvido lo que quisiera recordar y recuerdo lo que quisiera olvidar.
-Todo va a estar bien, ¿no, papá?
-Sí. Estaremos bien.
-Y no nos va a pasar nada malo.
-Así es.
-Porque llevamos el fuego.
-Sí. Porque llevamos el fuego”.
Isaías habla de una tierra arrasada y de un “camino de santidad” por el que sólo transitan los redimidos, excluyendo a los impuros y protegiendo del peligro a los caminantes justos. Esta imagen dialoga bien con la idea de ser portadores del fuego como una metáfora de un tránsito hacia la salvación, resaltando la marcha indoblegable del padre con su hijo por una ruta inhóspita que se convierte en un camino moral. Diversas secciones en el libro de Isaías insisten en la idea de los pocos que sobreviven al juicio final y en los que se mantiene la posibilidad de renovación, análogos a la condición de la pareja protagonista que todavía preservan amor y compasión. Isaías y El Camino se relacionan, aunque McCarthy no lo cite ni lo formule en lenguaje explícitamente teológico. En la novela, esa fidelidad se expresa sobre todo en “llevar el fuego” y negarse a volverse como los criminales que pululan en derredor, lo que funciona como una forma narrativa de caminar por una “senda santa” en medio del caos, protegidos del mal. El Camino, es un trayecto físico lleno de peligros donde, en varias oportunidades, el padre se ve obligado a disparar a matar en defensa propia, porque su salvación no consiste en escapar del mundo, sino en mantenerse en él con una forma de vida distinta, sin comer carne humana y proteger al débil, una vía moral reservada a los que buscan la rectitud y que al final serán redimidos.[3]
Novela galardonada con el Premio Pulitzer 2006
En la novela no hay un “milagro” visible que regenere la tierra, pero sí pequeños signos de salvación: la supervivencia del niño, la compasión del padre y el hallazgo final de una familia que acoge al chico, lo que funciona como un anticipo de reconstrucción en medio del desierto moral y físico. Algunos interpretan al niño de la novela como una figura providencial, asociada a la luz. La frase recurrente de “llevar el fuego”, que el autor deja a la libre interpretación del lector, es una especie de signo de pertenencia a un intangible orden del bien, lo que hace de ellos unos seres redimidos hacia una salvación, no tanto política o ecológica, sino ética y espiritual.
El padre abriga al niño con infinita ternura, lo alimenta a costa de su propia hambre, lo mantiene seco y caliente y trata sus heridas. El niño, en varias ocasiones, se muestra deseoso de ayudar a algunos extraños con quienes se topan, en un mundo donde los otros representan una amenaza. Esto nos lleva a indagar en el concepto de compasión. Para Shopenhauer, toda virtud verdadera se basa en la compasión, pues supone que todos somos uno y un mismo ser. La compasión, término proveniente del griego, significa literalmente “sufrir juntos” o el sentimiento que implica la comprensión del dolor que padece otro ser y el deseo de aliviar o eliminar tal sufrimiento. Si nos preguntáramos qué es contrario a la compasión, es decir la crueldad, la inhumanidad, la insensibilidad, hallamos que estos antónimos provienen del mal, ese mal que amenaza, que aniquila, que infunde terror, que corrompe, que divide y destruye, que produce ogros totalitarios y terroristas sanguinarios, que depreda y profana la naturaleza, que viola los derechos fundamentales del ser humano, que produce guerras y arrasa la tierra con armas atómicas.
Hacia el final, el padre moribundo, le encarga al hijo que “lleve el fuego”[4], que siga siendo portador de luz en medio de la oscuridad. La escena en que una familia compasiva recoge al niño tras la muerte del padre es quizá el momento más claro de redención. Según Isaías, “un caminante exhausto encuentra compañía, protección y una especie de hogar al final del camino”. Varios análisis ven en esa familia un signo de que la esperanza y la gracia persisten. El niño no sólo sobrevive, sino que se unirá a una comunidad donde el amor mutuo puede curar el trauma y el miedo, proporcionando bienestar y seguridad.
Cormac McCarthy (1933-2023), escritor estadounidense.
La palabra para reconstruir el mundo
Al final de El Camino, el niño repite de memoria una frase que su padre le dice antes de morir: “Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio”.
Ese pasaje funciona como una visión de la creación armoniosa que existió una vez y que, memorizada por el niño, reordena el dolor dentro de una memoria de belleza y misterio más trascendente que la catástrofe. Como lo señala acertadamente otra reseña sobre este pasaje, “La trucha aparece como símbolo de un ecosistema intacto: agua clara, vida abundante, formas y colores llenos de energía, en contraste radical con el paisaje gris y quemado que han transitado. Recordar esa escena sugiere que la destrucción no tiene la última palabra sobre el sentido del mundo”.[5]
Las marcas sobre el lomo de la trucha hacen del pez un icono de la historia de la vida y de la complejidad de la creación. Esto nos dice claramente que la realidad fue y es más rica que la ruina presente, y que esa riqueza queda inscrita en la memoria y en la propia estructura del mundo. Fijar la belleza de la trucha en el arroyo la vuelve casi sagrada, ofreciendo consuelo y sentido, el de aceptar la pérdida sin negar el valor de lo perdido. He allí, la relación con Isaías. El profeta imagina la salvación como “un desierto que florece y aguas que vuelven a correr”, una naturaleza rebosante de vida. El recuerdo de la trucha sostiene interiormente la esperanza del niño y evita que el horror destruya del todo la capacidad de asombro y de fe en un orden bueno, justo y equilibrado. Las marcas de la trucha como “mapas y laberintos del mundo en su devenir” y la mención del “misterio” que “zumbaba” en aquellos lugares remiten a una dimensión sagrada. La creación aparece como portadora de un misterio divino, algo que se contempla más que se entiende.[6] En la cosmovisión de McCormick, la imagen de la trucha induce a que naturaleza, tiempo y lenguaje se cruzan y revelan cómo el narrador entiende lo real como algo misterioso, valioso y en gran parte perdido, pero aún activo en la memoria y en los símbolos.[7]
Las reflexiones del padre y las experiencias vividas por el niño, que solo ha conocido esa distopía, lo convierten en un aspirante a un nuevo estado de conciencia, a una nueva manera de ser interior, de pensar y de leer el mundo, de hablar y obrar. El padre ha conducido al hijo a insertarse en un orden trascendente, dándole las herramientas para una nueva forma de ver el mundo que él no conoció.
Cuando McCarthy habla del “idioma sagrado despojado de sus referentes”, la trucha es uno de esos antiguos referentes sagrados, un fragmento de una naturaleza que otorgaba contenido concreto a palabras como belleza, vida, creación; al desaparecer, deja a esas palabras flotando, cargadas de esperanza de realización. El lenguaje parece vaciarse, pero a través de la memoria todavía puede transmitir y reconstruir una verdad sobre lo que el mundo significó.[8] La trucha, vista así, marca el cruce entre lenguaje que se agota (porque ya no encuentra mundo al que referirse) y lenguaje que se vuelve casi litúrgico: nombrar esa trucha perdida es un acto de testimonio que intenta salvar algo de significado frente al silencio creciente.[9] “En su transcripción lapidaria de la desesperación más profunda, cercana a una inimaginable aniquilación total, este libro anuncia el triunfo de la palabra sobre la nada”.[10] Más allá del triunfo del lenguaje, es el triunfo de la esperanza encarnada en la inocencia del niño.
Gracias a mi hija Natalia, que me envió la edición original en inglés, pude leer este libro y reflexionar sobre el presente cargado de amenazas y sobre cuál debe ser el camino que debemos transitar. Descarté leerlo en español porque tradujeron el título como “La Carretera”, borrando así el sentido casi místico del contenido.
[1] Ophélie Siméon, Utopie, dystopie. La vie des idées, 21/05/2020.
[2] Sagrada Biblia. Libro de Isaias. Versión directa de lenguas originales (Nacar, Colunga, Cicognani). Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 1964.
[3] “The Road” http://www.hopkinsandcompany.com/Books/The%20Road.htm
[4] “Carrying the fire is God present in the post apocalyptic world.” https://www.methodist.org.uk/documents/7909/epworth-review-gordon-leah-
[5] “The Sacred Idiom Shorn of Its Referents”, DiVA portal https://www.diva-portal.org/smash/get/diva2:1486589/FULLTEXT01.pdf
[6] “The sacred idiom shorn of its referents” https://www.jstor.org/stable/26586312
[7] “The Trout in The Road”. https://www.shmoop.com/study-guides/the-road-mccarthy/trout-symbol.html
[8] “The Frailty of Everything. Memory, Meaning and the Paradox”. https://tidsskrift.dk/lev/article/view/112680
[9] “Cormac McCarthy’s ‘The Road’: A bleakly beautiful journey”. https://scroll.in/article/864065/cormac-mccarthys-the-road-a-bleakly-beautiful-journey-across-a-devastated-american-wasteland
[10] Alan Cheuse, “The Road. McCarthy’s dark tale shine”, Chicago Tribunne, 24/09/2006.

